1600 kilómetros, muchas respuestas y un esguince.

No sé cuanto tiempo hace que no me paso por aquí a escribir. Casi que se siente como una antigua actividad, de esas que le hacen cosquillitas al alma pero que nos permitimos muy poquito hacer.

Hoy vengo a contarte la historia de Suiza, para que estés al día de que ha pasado y de los cambios, y sobre todo, para cerrar esta etapa aquí. Etapa que por cierto, me ha dado las respuestas más grandes que he buscado nunca.

Si llevas un tiempo aquí conmigo, sabrás que mi aventura en Irlanda terminó un poco antes de lo que me hubiese gustado, así que como decidí que no quería pasar el verano en España, busqué todas las opciones posibles para seguir ahorrando dinero, aprendiendo inglés, viviendo en el extranjero y sintiendome la persona más feliz y realizada del mundo.

De entre los tropecientos currículums que mandé durante dos semanas, y de entre las varias entrevistas que hice, fructiferaron dos: Una en un pequeño hotel frente al mar en un pueblecito costero de Irlanda. Y otra en un resort estilo alpino en medio de los Alpes Suizos.

Durante mucho tiempo me sentí llamada por Irlanda. Pasar el verano frente al mar, sentirme segura en ese país, ya tenía todo el papelo y gestión hecho, iba a cobrar más… pero una pregunta me hizo tener clara la respuesta y por lo tanto, la decisión:

¿Qué decisión no te haría arrepentirte en tu futuro? o dicho de otra forma, ¿Que sientes que debes elegir para no sentir que has perdido una gran oportunidad?

 

                                        S U I Z A 

Así que compré los billetes de avión, de tren, me hice un seguro de salud, aprendí durante dos meses todo lo que pude de alemán en duolingo, y sin darme cuenta, llegó el día, me iba a Suiza. 

 

Mi chico me llevó al aeropuerto. Se quedó conmigo hasta que dejé la maleta y me fui al control. Lloré, me despedí, lloré de nuevo, me recompuse y pasé el control de seguridad. Todo fue sin problema. Llegué a Suiza y sentía que de repente todo era una realidad después de tantas semanas de espera y miedos y angustia y dudas y de todo. Sentí querer que me tragase la Tierra en los infinitos trenes que tuve que coger para llegar a Zermatt con todo en alemán pero llegué sana y salva. Misión completada. Estaba en casa.

 

La aventura de encontrar el buzón con las llaves de mi habitación y el taxi eléctrico que me llevó a casa os lo cuento en otro momento.

 

Dejé las cosas, me cambié de ropa y salí a comprar algo para la cena y el desayuno del día siguiente. Casi me da un infarto cuando veo los precios en el supermercado… 50 francos suizos, que vienen a ser unos 54€ por comprar 4 cosas literalmente para la cena y el desayuno del día siguiente.

Me voy a mi habitación con mi compra, decido darme un ducha, poner un ambiente cálido, una música relajante, y para cuando quiero darme cuenta,  mis sentidos y mi cuerpo se han relajado tanto que ahora puedo ser consciente realmente de dónde estoy.

 

De repente todo se empieza a sentir grande, vacío y siento cómo la soledad llama a la puerta y me dice: Hola! Estoy aquí!

Esa noche fue dura. Todo el peso de mis preguntas caía como losas sobre mis hombros y desde el primer momento que sentí el profundo vacío y silencio de la soledad, empezaron a caer una a una las respuestas como pequeñas y pesadas piezas de dominó.

Me costó un rato poder dejar de llorar y sentir el batiburrillo emocional que sentía en ese momento. Encendí el ordenador, puse una película, y a los 15 minutos me dormí.

 

La mañana siguiente amanecí con una luz cálida bañando toda la habitación. Sonreí. Era la vida dándome una tregua y diciéndome: Hola! Mira lo que tengo para ti! Abrí la puerta de la terraza, y las casitas de madera sobre la montaña me saludaban mientras el sol apuntaba directamente a mi cara con calorcito. Me preparé el desayuno y me senté en la terraza con los ojos cerrados. Agradecí estar ahí y agradecí ese momento.

 

Los dos siguientes días los pasé por el pueblo, por los Alpes, conociendo los lugares más increíbles que he visto jamás y descansado. Acomodándome a la soledad y llorando por ella a ratos al acostarme. El peso de las respuestas a mis preguntas seguía haciendose cada vez más intenso. Me fui a Suiza con un saco de preguntas, un proceso de coaching a mis espaldas que me allanó el camino y la paciencia para poder encontrarlas.

No hizo falta mucho, dos días me lapidaron con la culpa, la claridad, la aceptación y el deseo de conectar con todo lo que había descubierto. Me pasé más de dos años con miedo absoluto a una idea, y en cuestión de 24h todo el trabajo de las últimas semanas por fin se había materializado.

Pero llegó el día de empezar a trabajar. Seré breve. El sitio era un espectáculo, pero no estaba en mi lista trabajar todas las horas centrales del día, un mínimo de 10 horas diarias con un día libre a la semana por estar allí. Tampoco sentirme fuera de lugar porque a mis jefes se les antojaba hablar en portugués y no entendía ni papa.

Supe que no vibraba desde el primer minuto. Sabía las opciones: O dejarlo y volver a España, o dejarlo y buscar otra cosa. Decidí la segunda. Busqué durante una semana opciones que me permitiesen disfrutar de mi estancia sin perderme la vida con más de 50 horas a la semana trabajando y sin ninguna tarde o ninguna mañana libre.

 

No lo encontré.

 

Se me acababa el tiempo para avisar a la empresa mientras estuviese en periodo de prueba y decidí conectar, conectar con mi intuición, con mi sentir y con mi deseo.

Sólo había una clara opción: VOLVER A CASA.

 

Desde unos años a esta parte he sentido que esta parte de mi mundo, mis raíces, me frenaban a ser la persona que quería ser. Pensaba que viviendo fuera, hablando otro idioma, enfrentándome a cosas grandes y reconociéndome capaz obtendría esa realización personal, y así era. Lo que no alcanzaba a comprender es que me estaba metiendo en una jaula tratando de salir de otra. Cuando conviertes en tu única opción la opción que ahora mismo te funciona te estás cortando las alas a ti mismo.

Cada vez que me tocaba volver a esta parte de mi mundo sentía una recaída. Un vuelta atrás. Un pequeño fracaso. He lidiado con eso durante años. He tratado de sentirme 100% realizada en este lugar y no lo he conseguido. Había resistencia.

Pero ya no la hay. He llorado cada vez que me he marchado de un lugar para volver a casa. He llorado con el corazón en pedazos porque sentía que esa parte de mi que se expandía, que vivía al máximo de sus posibilidades moría con esa despedida. Por primera vez hace unos días no lloré al dejar Suiza, lloré al aterrizar en Madrid. Lloré de alivio, de gratitud, de conexión, de expansión.

Lloré por haber conseguido sentir que mi lugar también puede expandirme, que mi lugar también puede hacerme sentir realizada y que puedo volar.

Siento alivio. Y el alivio me ha devuelto el oxígeno, mi respiración es más profunda. He vuelto con otros ojos, con otra mirada a este mi mundo. Ya no siento miedo. Siento curiosidad de dominar este terreno y explotar todo lo que tiene por ofrecerme igual que lo hacían el resto de lugares donde viví.

Cómo en casa en ningún sitio y como española que soy, esta vez lo digo bien alto, COMO ESPAÑA ninguna.

 

Su comida, su sol, sus gentes, nuestra forma de ser… he tenido la oportunidad de irme a 1600km sola para poder realmente apreciar que esto también es vida y que es tremendo tenerlo.

 

Así que redacté una carta de renuncia, compré los vuelos, los billetes de tren, y renuncié.

Jamás me he permitido renunciar tan rápido. He pasado toda mi vida diciéndome eso de inténtalo un poco más, tu puedes. Hasta que no podía más. He ido a trabajar con collarín, con un tirón en las cervicales que me alcanzaba hasta el codo. He ido a trabajar y he aguantado hasta el final por sentirme realizada y esperar que me valorasen por eso. Ahora comprendo que estaba vendiendo mi salud física y emocional a cambio de nada, durante años.

 

Así que por primera vez me permití rendirme antes de que pasase eso. Me permití hacer caso omiso a lo que los demás pudiesen pensar, y renunciar, hacer mis maletas y volver a casa.

 

Con menos dinero, con menos preguntas, con más respuestas, con el alma en calma, con un esguince en el pie cortesía de los Alpes y con la certeza de saber que lo he intentado absolutamente todo.

Esta vez he ganado.

 

Y no hay nada que me quite esa sensación de completa plenitud y libertad del alma y del cuerpo.

 

Vale la pena perder por lo que vale la pena ganar.

 

 

 

                                                         Gracias por llegar hasta aquí.

 

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